Caperucita Roja - TRIUNFO ARCINIEGA.
Ese día encontré
en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos
sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y
busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que
tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había
tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus
compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una
nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron
un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los
tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa
entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después,
cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez
vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba
los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo
gris que nadie volvió a ver.
Detuve la
bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle
un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me
rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con
la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo
sin dejar de masticar.
—¿Qué se te
ofrece? ¿Eres el lobo feroz?
Me quedé mudo. Sí
era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada.
Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera
como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de
fastidio. Titubeando, le dije:
—Quiero regalarte
una flor, niña linda.
—¿Esa flor? No
veo por qué.
—Está llena de
belleza —dije, lleno de emoción.
—No veo la
belleza —dijo Caperucita—. Es una flor como cualquier otra.
Sacó el chicle y
lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse.
Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me
soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.
—Mira mi reguero
de lágrimas.
—¿Te caíste?
—dijo—. Corre a un hospital.
—No me caí.
—Así parece
porque no te veo las heridas.
—Las heridas
están en mi corazón —dije.
—Eres un imbécil.
Escupió el chicle
con la violencia de una bala.
Volvió a alejarse
sin despedirse.
Sentí que el
polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se
estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve
valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin
darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al
campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se
alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y
esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del
desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca
pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas.
“Bonito disfraz”, me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche
había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus
padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y
era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.
Volví a ver a
Caperucita unos días después en el camino del bosque.
—¿Vas a la
escuela? —le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases
con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.
—Estoy de
vacaciones —dijo—. ¿O te parece que éste es el uniforme?
El viento vino de
lejos y se anidó en su ombligo.
—¿Y qué llevas en
el canasto?
—Un rico pastel
para mi abuelita. ¿Quieres probar?
Casi me desmayo
de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o
decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado:
era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a
Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan
bella. Dije que sí.
—Corta un pedazo.
Me prestó su
navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con
educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo
cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no
ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada
que subía y se transformaba en ardor en el corazón.
—Es un
experimento —dijo Caperucita—. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú
apareciste primero. Avísame si te mueres.
Y me dejó tirado
en el camino, quejándome.
Así era ella,
Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura.
Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que
se alegró de verme.
—La receta
funciona —dijo—. Voy a venderla.
Y con toda
generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de
golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo
sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo
también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un
favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una
locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento
para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo,
redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa
y pulsó el timbre, me dijo:
—Cómete a la
abuela.
Abrí tamaños
ojos.
—Vamos, hazlo
ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.
Le pregunté por
qué.
—Es una abuela
rica —explicó—. Y tengo afán de heredar.
No tuve otra
salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor.
Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí
para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme
al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.
Quiero aclarar
otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me
pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos
anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó
y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería
comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer,
mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.
Es su palabra
contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la
historia.
Aparte de la
policía, señores, nadie quiere saber de mí.
Ni siquiera
Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y
perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la
indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra
oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es
difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y
peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo
de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo
muy capaz de cumplir su promesa.
Comentarios
very good poor wolf
very trite the story, as it treated little wolf to the wolf so much that the wolf wanted it .. sad